Y ser
como ese
tiempo del verano
que pasa
y que no pasa
porque
siempre se queda
a vivir
en algún rincón,
en un
recuerdo,
en una
copa,
en una
fotografía.
Y vivir
desgarrado
por dentro,
almacenando
veranos y sonrisas
que
abrasan la piel de las vísceras,
con la
desazón de querer
abarcarlos
todos,
con la
ingenua pretensión
de
modelar un destino
con el
que los dioses,
que no
los héroes,
como en
el vaso griego,
juegan a
los dados.
Y
escribir entonces
para
liberarse de uno mismo,
de la
prisa de querer ser,
con toda
esa fuerza interior,
con ese
remolino
que se
alimenta de un cuerpo efímero
del que
reniego más de tres veces
antes y
después de que cante el gallo.
Y
escribir
para
expulsar los fantasmas
de la
ausencia y la soledad,
de la
vida que se va
porque llaman
a la puerta los otros.
Y vivir,
como un vértigo,
como un
pálpito acelerado
de
tormentas y miradas
de
polaridad amativa,
tesoro
que se antoja único
donde no
hay nada más repetido.
Y vivir
mi vida
como una
lucha contra el tiempo
y la
cobardía,
mi vida
como un grito,
como una
piedra
que
sufro y arrojo,
mi vida
que no para de amar
porque
estés donde estés,
siempre
estás.
Mi vida
con este amor
que
ensancha las fronteras,
las
caderas y los besos.
Amor
terremoto,
amor
huracán,
golpeado
por su propia furia,
ignorante
de la traición y el desaliento,
amor
grande
porque
herido permanece en pie,
amor
dueño del alfanje
que
divide en dos
la
corola de los sueños.
Y contabilizar
tantos errores
que
pueblan mis días,
tantos,
los que
nacen de mí
y los
que a mí llegan,
tantos,
redimidos
todos
por la sonrisa
de mi amor,
en verano.
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