La felicidad del amor
era la higuera
que crecía
sin darnos
cuenta,
con nieve al
fondo
y el olor de la
hierba recién segada
mimetizada en
los ojos amados,
que la
almacenaban para el invierno.
O los inviernos
(el número de
inviernos termina siendo
infinitamente
superior al de las primaveras).
La lluvia se
consagraba como el manjar preferido
de los dioses.
La felicidad
del amor
era respirar
sin darse cuenta,
ese aliento que
redime el pasado
y apuntala el
futuro
-desde la
tarima del presente,
que es otro
modo de llamar a la esperanza-.
Supuraban las
semillas
hasta que
brotaban pétalos de las manos.
La felicidad
del amor
habitaba la
yema de los dedos,
y convertía en
certidumbre
las cenizas de
un mundo incierto.
El sol pelea
por entrar en los huesos,
entra por las
grietas que somos
y mientras
afuera dinamitan las lenguas y la historia
esas grietas
definen nuestro cobijo,
el monumento
último que se salva del olvido.
La felicidad
del amor
no vence cuando
se ausentan aquellos
a quienes
alimentó,
ni cuando la
tormenta tozuda se asienta para siempre
(si es que
siempre sigue siendo un adverbio de tiempo y no una emoción que te hace temblar
y
no cesa),
porque la
felicidad del amor no se deroga.