domingo, 31 de marzo de 2024

LA FELICIDAD DEL AMOR por NATALIA FERNÁNDEZ DÍAZ-CABAL

 La felicidad del amor

era la higuera que crecía

sin darnos cuenta,

con nieve al fondo

y el olor de la hierba recién segada

mimetizada en los ojos amados,

que la almacenaban para el invierno.

O los inviernos

(el número de inviernos termina siendo

infinitamente superior al de las primaveras).

 

La lluvia se consagraba como el manjar preferido

de los dioses.

 

La felicidad del amor

era respirar sin darse cuenta,

ese aliento que redime el pasado

y apuntala el futuro

-desde la tarima del presente,

que es otro modo de llamar a la esperanza-.

Supuraban las semillas

hasta que brotaban pétalos de las manos.

La felicidad del amor

habitaba la yema de los dedos,

y convertía en certidumbre

las cenizas de un mundo incierto.

El sol pelea por entrar en los huesos,

entra por las grietas que somos

 

y mientras afuera dinamitan las lenguas y la historia

esas grietas definen nuestro cobijo,

el monumento último que se salva del olvido.

La felicidad del amor

no vence cuando se ausentan aquellos

a quienes alimentó,

ni cuando la tormenta tozuda se asienta para siempre

(si es que siempre sigue siendo un adverbio de tiempo y no una emoción que te hace temblar y

no cesa),

porque la felicidad del amor no se deroga.

 









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