Góngora insuflando
sonidos
ajenos,
fonéticas
que llegan
desde
donde el tiempo
teje
advertencias.
El
gallo cantó al
oscurecer
y lo
arrojaron
al cielo
roto
de las auroras
descastadas.
Que
aprenda el castigo
hasta
que la sangre
de su
canto
cubra
de rojo el azogue
y no
logremos vernos.
Se
abre el telón
del
teatro.
Y un
carrusel a pedales
que
resulta vivir
en
nuestro pensamiento
juega
perversamente
con
el gallo.
Y el
gallo canta
hasta
morir,
hasta
nacer
en
nuestras manos
-si
somos capaces
de
abrirlas-.
Se ha
hecho de noche
en la
poesía y en
los
sonidos,
y las
alboradas se
escurren
entre las
palabras
que
no
decimos.
Se
congela el mundo
en un
instante de silencio
mientras
los niños,
que
ya no son niños,
han
sucumbido
a la
tentación de la guerra
y
detectamos que
ya se
ha extinguido
el
agua
y,
por tanto, lo sagrado.
Nada
fluye.
El
hielo amaga escarcha
en
los párpados
y el
gallo, disecado,
asoma
de un promontorio
herido.
Tan
lejos de lo que somos,
tan
cerca de lo que fuimos.
Una
huella dactilar
sin
propietario.
La
palabra, un cachorro
a
nuestros pies.
Y
nosotros, ebrios y
desnortados,
en
nuestra orfandad
de
puertos,
atrapados
en el ámbar
de la
edad,
dispuestos
también
a
extinguirnos.
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