El espacio,
ese que los dioses y la
magia
permitieron que
Velázquez
retratara.
El espacio,
el que hubo
entre dos torres
hermanas
y luego se agrandó
de forma ilimitada.
El espacio,
que se reduce
entre las algarabías
del verano
y se ensancha
en lo más inhóspito
del invierno.
El espacio.
ese que desveló a
Platón
una dolorosa verdad
en la cueva
de las ensoñaciones
iluminadas.
El espacio,
el escenario, que
siempre es un cementerio,
el que se disputan
los ogros y los hombres
en medio de las guerras
cada vez más asesinas.
El espacio
con todos sus avatares,
émulo inepto de Buda o
de Cameron,
la mesa con más
distancia entre comensales,
el coche más largo
que riega sin descanso
el universo
con polución y
admiraciones,
la pista de hielo más
grande entre las dunas,
el mayor museo del oro,
el edificio más alto
del mundo,
la inmensa extensión
en que ostentar la
opulencia.
El espacio,
donde se hacinan
los apátridas,
los refugiados,
los don nadie y sin espacio
los que, puestos a
tener más,
son los más
solemnemente carentes.
El espacio,
el que regalamos sin
medida ni cautela,
hasta quedarnos sin
nada y sin aliento,
el de los abrazos,
el del delirio del alma
y la sublimación del cuerpo.
El espacio,
la materia de los
agujeros negros,
un elemento más de
nuestra respiración,
el horror de los
desiertos,
la belleza azul de los
océanos.
El espacio,
ese que dejaré vacío
en algún momento que no
sospecho
después de mi insignificante
paseo
por una nimia línea de
tiempo,
ese que jamás heredarán
mis hijos.
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