Primero fue la infancia ciega,
que iba escribiendo tactos
en cuerpos sin cocer
y deletreaba alfabetos
ilusionados
en nubes de algodón de
futuro.
Después llegaron las mesas
que conocí
en mañanas de filosofía autónoma
y rebelde.
Luego el torbellino de
enhebrar
deseos y destinos
tejedores de almazuelas
desbocadas,
respetando, eso sí,
el horario de las fichas.
La vida brotaba de las
cornucopias
de los países inventados,
de los océanos
de insospechados azules.
Pero una tarde se hizo
tarde para todo
y la esperanza quedó
enganchada
entre las rejas
y el odioso cangrejo
se la llevó hasta la
muerte.
África superó algunos
lutos,
y me regaló el sentido del
ser y el deseo.
Siempre estaré agradecida
al continente más abierto,
a su horizonte.
Volví a vivir deprisa,
volví a tener un presente intensamente
florecido.
Hoy ya no espero que mis
ruegos
horaden tu hipocampo
ausente,
pero sueño,
sigo soñando vuelos
y fotografías,
palabras de arena
que construyan castillos
duraderos,
sigo soñando reencarnaciones
improbables,
de algún modo… sueño.
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