Era la entrada del matadero
allí
mismito la vida era un eco de la muerte
pero
allí también moraban por horas
los
barrenderos de la ciudad.
Esa
carreta de grueso y duro metal
recogía a
la una de la mañana en adelante,
los
cadáveres del día
restos
de la ciudad civilizada
la
piel de las frutas, el esqueleto de
las
cajas vacías, húmedas, rotas
restos
de comidas, cáscaras
una
inmensidad de plástico.
Los
barredores de la ciudad
vivían
en el campo abierto
pero
lejos, por ello dormían
bajo
la carreta, al lado de la escoba
echa
con ramas de retama
escobas
tan grandes como
los
hilos de sus sueños sin destino.
Uno
había, uno, distinto a los otros
se
llamaba Jenais y le llamaban el loco.
Corpulento,
un Hércules del ande
su
pantalón era de lana de oveja
lo
mismo que su saco negro;
colgaban
unas cintas rojas y amarillas
de su
sombrero de paja envejecida.
Sus
ojos destellaban la rabia del mundo
enrojecidos
por el licor que no faltaba
en su
aliento de bronce.
Sus
manos eran palas persistentes
para
cavar la suerte de los días
el
oprobio de las noches heladas
en la
madrugada del nunca acabar.
Le
tenían miedo los niños
arrebataba
el viento con su fuete
estrellándose
en la pista, en la vereda
de
una sociedad manclenca.
Chacchaba
coca
su
boca estaba verde
de
tanto esperar la suerte.
Su
caminar hacía temblar al tiempo
mientras
barría con sus viejos llanques
tan viejos
como su amargura
y la
soledad a cuestas.
Cajamarca,
24 de abril del 2025
Grande tu poética, admirada Socorro. Real su contenido con la certeza de tu lírica.
ResponderEliminarAbrazos cálidos.