Siempre estuve al otro lado
de los
señores de la guerra.
Nunca gané
nada con ellos,
ni con sus
armas,
ni con el
comercio de los seres desesperados.
Siempre me
coloqué al otro lado
de los
intereses que sólo siembran sangre.
Arranqué en
cuanto pude el germen del odio
para que no
fructificará en mi descendencia.
Yo nunca
estuve allí, nunca,
pero a mis
padres los reclutaron
y los colocaron
y les dieron insignias y consignas,
banderas e
ideales.
Y la guerra
les tatuó dolorosamente el alma
y ocuparon un
bando
sin apenas
darse cuenta.
Ellos que
sólo querían quererse en paz...
El torbellino
sanguinario de la guerra
los arrastró
y los lanzó al vacío
donde se
perdieron
durante tres
largos años de ignominia.
Yo nunca
estuve allí, nunca,
porque tuve
suerte
y nací cuando
mi pueblo estaba
cerrando
grietas, lamiendo heridas,
sanando
cicatrices.
Yo nunca
estuve allí, nunca.
Es verdad que
no tiré ninguna piedra,
que no me
posicioné hasta la irritación o la ira,
que no
masacré, desprecié ni vejé
de alguna
manera al otro,
al diferente,
al de otra raza,
al de otro
pensamiento.
Yo nunca
estuve allí, nunca.
Pero ¿Es
acaso verdad que nunca hice la guerra?
¿O solamente
es cierto que tuve el privilegio
de no haber
estado en el ojo del huracán,
de no haber
tenido la tentación del poder sobre los otros?
Yo nunca
estuve allí, nunca
y no quiero
estar jamás
cerca de las
ominosas máquinas
que se
alimentan de fobia y prepotencia
y producen sombras
sin sueños ni futuro,
vagabundos
sin patria,
muerte y siempre
muerte,
destrucción y
más muerte.
No, yo nunca estuve allí, nunca.
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