Hablando con
la blanca pared
trato de regresar -a
través del caparazón inmaculado-
al pasado, hasta la hora, el minuto, el lugar
al pasado, hasta la hora, el minuto, el lugar
donde hemos quedado
hace cuatro meses
y medio atrás.
Trato de volver a
encontrar sobre el cielo vacío
las burbujas coloreadas
de jabón
que te rodeaban en
aquel entonces
como una aureola
milagrosa,
fugaz, dándote el
aspecto de ángel-demonio
con los mechones
ondeando en el viento,
flotando sin
querer hacia mí.
De todo eso
quedó solo la nada:
la blanca pared
que yo araño y muerdo,
un hombre apurado
mirándome con ojos de acero
a través de las
pestañas,
contemplándome, divirtiéndose
en observar
el curso del tiempo
detrás de mi pelo
riéndose como un niño
que arranca las alas de la mariposa,
una tras otra.
Tal vez solo la
arruga nueva y profunda
entre sus cejas
une -como una zanja
cavada penosamente-
este maniquí de cera
al hombre de
carne, piel y alma
que fue
hace solamente cuatro
meses
y catorce días.
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