Las pequeñas montañas ya
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no me dan más respuestas.
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Los árboles con hojas de oro
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no sólo nos asombran a
nosotros
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sino también a los otros.
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Los brazos tenues,
envolventes
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se deshacen impotentes,
suspirando.
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El corazón huye, se esconde
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en la madriguera maloliente
de la zorra,
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las alianzas se quedan
petrificadas
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en los dedos enfermos,
frente a los altares.
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Fuimos invitados a bodas
suntuosas,
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en cuales como por hechizo
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el novio se ausenta,
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y la novia, con su rostro
pintado de rojo y negro,
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de rodillas mendiga
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a los íconos.
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El alba surge por los anchos mares;
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las vibraciones extranjeras
esperan
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entre desconcertados
continentes.
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El sol atraviesa vastas
llanuras;
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la canícula nos traga sin
que nosotros tengamos
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ningún derecho a apelar.
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Nos transforma en polvo, nos disipa en
el viento,
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como una absolución.
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Espada en
el cielo.
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